TENTACIONES
Apenas pasaron dos años del Gobierno de Peña Nieto cuando el ambiente político se le había volteado y, en retrospectiva, el electorado había decidido ya desde entonces el devenir de la elección de 2018. Todo lo que tenía que hacer el hoy Presidente y sus acólitos era no hacer ninguna locura. Por más que lo intentaron diversos contingentes de Morena, López Obrador mantuvo la disciplina interna, envió mensajes positivos a todos los grupos de poder y logró su cometido. Tan lo logró que el electorado lo premió con el virtual control de todo el aparato del Estado, incluidos los poderes públicos.
Ahora la mesa está cambiando. El ambiente político empieza a ser hostil para muchos morenistas, comenzando por ellos mismos, y la evidencia de corrupción alcanza a la familia presidencial. La oposición logró un alto grado de disciplina en la elección intermedia y ganó más de lo que los encuestadores anticipaban. De aquí en adelante habrá dos factores que determinarán el futuro: uno será la capacidad del propio Presidente para mantener el control de su aparato, así como su popularidad. El otro factor tiene que ver con la oposición, tanto su capacidad para nutrir una alianza viable como nominar a un candidato o candidata susceptible de ganar el favor popular. Aunque ambos se sientan seguros, ninguno la tiene fácil.
Por lo que toca al Presidente, es evidente la merma en su capacidad de control, algo que es inevitable dado el momento del ciclo político en que se encuentra. Más allá de sus propias circunstancias y capacidades, (casi) todos los Presidentes y líderes del mundo se sienten destinados a cambiar el mundo, a pesar de que la evidencia histórica en contra es contundente. Una vez en el poder se sienten omnipotentes y consideran que cuentan con el derecho divino a cambiarlo todo, tanto como las instituciones lo permitan. Los últimos años han mostrado los enormes contrastes entre sociedades fuertemente institucionalizadas y las que sólo lo pretendían: ahí está Trump, que luchó contra la marea, logrando cambiar poco, al menos en términos institucionales, mientras que Erdogan en Turquía y López Obrador en México se dedicaron a minar el orden existente sin construir una alternativa sostenible y viable.
Por su parte, todo lo que tenía que hacer la (hoy) oposición era entender cómo habían cambiado las circunstancias y organizarse para lidiar con la nueva realidad política. Pero, como escribió Oscar Wilde, sus líderes "pudieron resistir cualquier cosa menos la tentación" de sentirse omnipotentes, como en los viejos tiempos. En lugar de abocarse a la construcción de una alianza funcional, acorde a las circunstancias creadas por un partido abrumador y luego de la exitosa experiencia de 2021, se dedican a preservar pequeños cotos de caza que no son centrales a sus propios objetivos ni mucho menos a la posibilidad, por pequeña que pudiera parecer en este momento, de ganar la elección de 2024. Su única prioridad debiera ser una candidatura que pueda ganar.
La concentración del poder en México es tan grande y apetecible -igual para Presidentes que para líderes políticos- que fácilmente pierden el piso: pronto comienzan a sentirse todopoderosos. Aunque quienes se encuentran en la cima del poder -donde sea que se encuentren en esa pirámide- nunca tienen capacidad para verlo, el tiempo erosiona las anclas de ese poder y reduce su capacidad de control. Al final, baste ver el devenir de la mayoría de los ex Presidentes para reconocer que no hay nada más fútil, nada más efímero, que el poder presidencial. La debilidad institucional que padecemos tiene su contraparte en la realidad política de quienes dejan el poder: tuvieron todo y lo pierden todo.